Me preguntaba ahora si aquel cartero se habría limitado a entregar sus cartas con una indolencia eterna, sin indagaciones ni sentimientos por sus destinatarios; o si por el contrario habría caído, una sola vez, en la necesidad de sentir el misterio de las otras vidas.
Te acercas a una chica en un café. Te ves ridículo, en mitad de ese café decadente donde la luz era bromista, cálidamente veinteañera, prepotente y hermosa. Mientras tanto, te miras los pies y le dices que has empezado una historia en un café; que has empezado una historia extraña, temblorosa, y que no sabes cómo acabará pero que la mujer que la protagoniza se parece a ella. No, no has empezado ninguna historia. Tendrás que escribirla. Llenas la historia del amor que no es, del café que no fue una casa. Le das unos pilares. Le das un edificio donde poder ser. Literalmente, la llenas de verdín submarino, mutaciones, cerraduras. Escribes el enigma de una mujer porque ella nunca te dejó conocerla. Al final de todo el asunto, te percatas que vale más la historia que la propia mujer, a quien siete años después imaginas con las piernas cruzadas, sentada en el mismo sitio. Otro que no eres tú se acerca y le promete una historia y se crea para sí mismo la maldición de tener que escribirla. Así funciona la literatura. —Matías Candeira
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